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lunes, 10 de octubre de 2011

¿Quién está ganando todo este dinero que se está perdiendo?

Hoy les dejo un interesante artículo de Santiago Satrústegui, consejero delegado de Abante Asesores, publicado en Expansión.

Hace referencia a la vieja diferencia entre valor y precio de los activos, diferencia que el inversor individual tiende a olvidar en la mayoría de ocasiones.

Ahí va...

¿Quién está ganando todo este dinero que se está perdiendo?

La realidad es que no hay tanta gente ganando tanto dinero como pueda parecer porque, contra todo pronóstico, hay muy poca gente que lo esté perdiendo, de momento. Otra cosa es lo que digan los medios de comunicación o las redes sociales.

Chocamos una vez más con la semántica y con los problemas de una mala construcción conceptual. Si el titular dice “la crisis del euro destruye el 25 % del valor del DAX alemán” podemos estar seguros de que el autor de esa frase no ha leído a Antonio Machado.

Valor y precio son dos manifestaciones independientes de la misma realidad con una caprichosa tendencia a no coincidir. Confundir el uno con el otro, según el poeta, no es muy inteligente.

Cuando nos sentamos con nuestro asesor financiero a repasar el extracto de nuestras inversiones, lo que vemos es el supuesto precio de realización que en ese momento tendría toda nuestra cartera. Soy un gran partidario de la liquidez y de la transparencia y me parece tremendamente higiénico que este tipo de reuniones se sistematicen, pero, como en todo, una obsesión excesiva por los precios nos traerá problemas.
Cuando los precios de cotización de nuestros activos bajan la gran pregunta que tenemos que hacernos no es si seguirán o no bajando, sino que lo que debemos cuestionarnos en ese momento es si lo ha hecho el valor de lo cotizado o si éste se sigue manteniendo.

La labor del gestor de una cartera consiste precisamente en diferenciar si en una corrección en el precio de un activo el valor se ha mantenido y está barato o si el precio ha subido sin hacerlo el valor y el activo se ha puesto caro.

Como los mercados se mueven en la marginalidad de la última transacción, muchas veces ésta puede ser no representativa de los fundamentos subyacentes y responder a multitud de variables externas, entre las cuales una de las más importantes es el propio sentimiento que las cotizaciones generan.

Supongamos que alguien nos pasara todas las mañanas por debajo de la puerta un papelito con el precio al que estaría dispuesto a comprar nuestra casa. Aunque no pensamos venderla en ningún caso, está claro que si vemos que sube o baja nos afectará a nuestro estado emocional y si ese precio bajara mucho y de forma continuada podríamos llegar a cambiar nuestra actitud respecto a ella y empezar a pensar en venderla antes de que sea demasiado tarde. En todo ese tiempo es posible que el valor de la casa siga siendo el mismo.

Hay una historia, sacada de una frase de Rousseau en su discurso sobre las desigualdades, de una persona que, porque ya no la necesitaba, vendía su cama por la mañana para tener que volver a comprarla después antes de irse a dormir. Incluso asumiendo que esto le llevaría a padecer una clara merma económica por comprar y vender en el mal momento, cada una de las decisiones tomadas en sí mismas podrían considerarse racionales y lógicas. Hay incluso quien dice que por definición no pueden existir acciones irracionales, pero ése es un charco en el que prefiero revolcarme otro día. Sólo, y esto es lo importante, podemos considerar estúpido el comportamiento de vender la cama por la mañana si consideramos que poseer una cama forma parte de un proyecto a largo plazo en el que sabemos que la vamos a necesitar para dormir todas las noches. Si nos fuéramos a otro país o a la guerra, la venta de la cama después de haber dormido en ella la última noche la consideraríamos perfectamente coherente.

Con las acciones o con nuestra cartera de valores y fondos pasa exactamente lo mismo, aunque de una forma más sutil. La preferencia en este caso cambia en función de las circunstancias de los mercados, del entorno o de nuestra situación personal y fluctuamos básicamente entre considerar la rentabilidad como el objetivo primordial a que lo sea la preservación del capital. Hay veces que queremos ganar y veces que queremos no perder.

Lo normal es que en esos momentos de cambio de preferencia, si ésta no corresponde con un cambio real de nuestra situación, la decisión resulte tan racional como equivocada. Solo en el marco de un proyecto a medio o largo plazo cobrará sentido asumir situaciones puntuales de caída en el precio de nuestra cartera. El inversor debe establecer los niveles en los que esté dispuesto a dejar fluctuar sus preferencias en función de unos objetivos previamente determinados. Sin un “por qué” que justifique el proyecto sucumbiremos al precio y nos perderemos el valor.

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